Esta semana diversos medios voltearon a ver el estudio «Mortalidad por Covid-19 en México. Notas preliminares para un perfil sociodemográfico», del doctor en Ciencias Sociales, Héctor Hernández Bringas, del Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias de la UNAM. La conclusión del mismo es fatal y muy dolorosa: En México las muertes por Covid-19 están estrechamente ligadas a la vulnerabilidad. Esta noticia debió llevarse los titulares, por su importancia y relevancia.
En el texto de siete páginas, Hernández Bringas señala de modo muy puntual: «En nuestro país, uno de los datos que debiera ser más consistente para estudiar el impacto del covid-19, es el de la mortalidad; ya que el número de contagios es bastante impreciso, sobre todo si no se aplican pruebas masivas a la población». Con datos del Subsistema Epidemiológico y Estadístico de Defunciones (SEED) de la Secretaría de Salud Federal como base, mismo que se alimenta de las actas de defunción, el científico de la UNAM puntualizó el perfil de nuestros muertos por Covid-19 por edad y sexo, por entidad federativa, por escolaridad, por ocupación y por institución o lugar donde ocurrió la defunción.
En términos de la crítica que haré, dejaré de lado los datos de sexo, edad y entidad federativa y hablaré de los otros tres factores medidos: escolaridad, ocupación y lugar donde ocurrió la defunción, para lo que citaré algunas conclusiones del estudio:
Primera conclusión: «El 71 por ciento de los muertos por covid-19, tienen una escolaridad de primaria o inferior (primaria incompleta, preescolar o sin escolaridad). Si bien la Encuesta Intercensal (INEGI, 2015) reporta un porcentaje similar para la población con escolaridad máxima de primaria, la estructura por edad de las personas muertas por Covid-19, es muy diferente a la de la población nacional. Es por ello que puede asumirse una selectividad del padecimiento por nivel de escolaridad».
Segunda conclusión: «Casi el 84 por ciento de los muertos por Covid-19, se concentran en ocho categorías de empleo. Destacan los no remunerados: amas de casa, jubilados y pensionados, empleados de sector público, conductores de vehículos, profesionales –no ocupados–. Llama la atención en especial la vulnerabilidad entre los que no desempeñan un empleo (no remunerados, jubilados y pensionados, y no ocupados, propiamente dicho), que en conjunto suman 46 por ciento de las defunciones. También, cabe destacar el porcentaje de empleados del sector público que han fallecido (11.7 por ciento que significan 776 defunciones) en un contexto de paralización de actividades. Algunos de ellos corresponden a las defunciones entre empleados del sector salud (149 defunciones al 20 de mayo, según los informes de la Secretaría de Salud)».
Tercera conclusión: «Es notable que más de la mitad de las defunciones ocurrieron en unidades médicas para población abierta (genéricamente denominadas de la “Secretaría de Salud” que pueden ser federales o pertenecientes a las secretarías de las distintas entidades federativas). La población que acude a estos establecimientos, es la que no tiene cobertura médica ligada a un empleo formal. Evidentemente, se trata de población con grandes carencias. También, cabe destacar, que el IMSS, que da cobertura de salud a más de la mitad de la población nacional, solo ha cubierto el 30 por ciento de las defunciones registradas. En las unidades privadas, no han ocurrido ni el tres por ciento de las muertes por covid-19».
Dicho lo anterior, y como lo señalaba en mi columna de hace dos semanas, “… más allá de criticar el trato dado a la enfermedad del Covid-19, entendamos que ese derecho fundamental a la salud (el modo en el que el ser orgánico ejerce normalmente sus funciones) no ha sido salvaguardado y que el tratamiento que el gobierno de la 4T ha dado al cuidado de nuestro sistema de salud, a la distribución de la información relativa a la salud social, a la distribución de los recursos para nuestros sistema de salud y para afrontar la pandemia y sus consecuencias y respecto a las medidas y atención médica ha sido por demás lamentable y censurable”.
En un país donde el 31.2% de la población tiene una escolaridad de primaria o inferior (según la Encuesta Intercensal de 2015), que este sector represente el 71% de las muertes a causa del Covid-19 significa que no hubo una correcta distribución de la información relativa a la salud social y que el mensaje no fue claro. Que sean las personas que realizan los oficios menos remunerados quienes más mueren a causa de la enfermedad, es resultado de la no existencia de política alguna que se encamine a cuidar a los más pobres, garantizándoles sus satisfactores más básicos para poderse resguardar. Y que sean quienes trabajan en el sector salud otro de los sectores con más alta mortalidad por Covid-19 (el personal de salud en México muere seis veces más que en China, cinco veces más que en Estados Unidos y dos veces más que en Italia, según un estudio elaborado por Sofía Ramírez Aguilar, de Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad) y que sean las personas atendidas en nuestro precario sistema de salud estatal quienes más fallecen, es prueba de que la política de salud en México es un fracaso rotundo, lo que ha causado que el manejo de la enfermedad sea caótico también.
Siempre son los pobres, lo más vulnerables, los que más sufren y quienes más padecen los estragos de un mal gobierno. Ese gobierno que velaría por ellos, que aseguraba que “primero los pobres”, hoy los está dejando morir, pues nunca le importó la salud social y sus determinantes y no asumió la responsabilidad de velar por el derecho a la salud.
David Agustín Belgodere