Olvidarte de cosas no es un bug, es una feature de tu cerebro: cómo no recordar cosas nos hace pensar mejor
Ireneo Funes tenía 19 años cuando, tras un accidente, perdió el conocimiento y, al recuperarlo, debutó con un caso rarísimo de hipermnesia: su memoria se había ensanchado de manera prodigiosa, superlativa, elefantiásica. Ahora, en sus cajones, cabía el mundo entero y cada uno de sus detalles.
«Más recuerdos tengo yo que los que habrá tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo», le dijo a un cajetilla porteño que nos conservó su historia en un pequeño texto destinado a una biografía colectiva que nunca llegó a editarse. Pero, muy pronto, ambos empezaron a descubrir que «el regalo» estaba envenenado.
Funes empezó a hablar de su memoria como un «vaciadero de basuras» y el literato se da cuenta de que el joven uruguayo estaba tan lleno de insignificancias que se había convertido en alguien incapaz de pensar. «Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos», escribió en 1944.
Es decir, los lectores de Borges ya sabíamos que el olvido es algo más que necesario. Ahora lo confirma también la neurociencia.
¿Cómo se guardan los recuerdos a largo plazo?
No estoy seguro de que ‘guardar’ sea el término más precios, pero nos valdrá para hablar hoy sobre el tema. En su aspecto más básico, «los recuerdos a largo plazo se almacenan como configuraciones de conjuntos neuronales, denominados engramas».
El término «engrama», en realidad, se usa para muchas cosas (con rigurosidad desigual) porque hace referencia a cualquier interconexión de neuronas relativamente estable. Justo el tipo de patrones que nos encontramos al estudiar la memoria a largo plazo.
Se ha estudiado mucho sobre las propiedades de estas estructuras y las funcionalidades que tienen los engramas, pero (como se dieron cuenta unos investigadores del Trinity College de Dublin) aún sabemos muy poco «sobre cómo se ven afectadas por el olvido».
No solo la distancia es el olvido. De hecho, el equipo irlandés estudió cómo afectaba la ‘interferencia retroactiva‘ (un fenómeno en el que diferentes experiencias que ocurren cerca en el tiempo pueden provocar el olvido de recuerdos formados recientemente) a los engramas.
En un experimento con ratones, los investigadores crearon un recuerdo, identificaron el engrama ‘vinculado’ a él, lo hicieron desaparecer con técnicas de intervención retroactiva y, posteriormente, gracias a la optogenética, analizaron qué pasaba con ese engrama.
Lo que descubrieron es que los engramas «olvidados» pueden restablecerse mediante la presentación de información ambiental similar o relacionada. Es decir, han demostrado que «la interferencia retroactiva modula la expresión de los engramas de forma reversible y actualizable».
En cierta forma, si pensamos en los engramas como ‘caminos’ que conectan ciertas neuronas, tras el olvido esos caminos dejan de usarse, pero (como en los caminos reales) las marcas quedan en la «vegetación» y se pueden seguir con cierta facilidad si es necesario.
El olvido, así, simplifica las redes de comunicaciones en el cerebro, sin destruirlas del todo. Algo que resulta «adaptativo» para una vida cotidiana en que «nuevas entradas perceptivas y ambientales» modulan el olvido). No es un problema, no; es una característica que nos hace mejores.
Imagen | Milad Fakurian
*Una versión anterior de este artículo se publicó en agosto de 2023