La semana pasada pasé unos días en Palo Alto y aproveché para dar un paseo en un Waymo, los taxis autónomos de Alphabet que solo están en unas pocas ciudades pero que desde junio están abiertos a cualquiera que quiera usarlos.
Los Waymo pululan por la ciudad de San Francisco, pero no por su área metropolitana, así que fui hasta allá en un Uber, un trayecto de cuarenta minutos. En ese viaje fui hablando con el conductor sobre la vida en España frente a la de Estados Unidos, su etapa en California, las diferencias con sus años en New Jersey… una conversación enriquecedora que nació de la serendipia.
Al llegar bajé en Embarcadero y reservé un Waymo para ir hasta Alamo Square, concretamente hasta las famosas Painted Ladies, el conjunto de siete casas victorianas de color pastel. Por primera vez en mi vida, iba a subir a un coche 100% autónomo.
La aplicación de Waymo es muy similar a la de Uber o Cabify, resulta familiar y está bien diseñada. Hasta informa de si nuestro coche está parado por un semáforo en rojo. En veinte segundos ya tenía uno de los Jaguar I-Pace de Waymo en camino hacia mi ubicación.
Una vez llegó, lo que más llama la atención, además de lo obvio, es que en el sistema de cámaras que hay en su techo también hay unos LEDs capaces de mostrar las iniciales de la persona que va a recoger. Un guiño digital en un entorno sin humanos. También es un gesto la espera de cortesía, de entre dos y cinco minutos en función del lugar en el que estemos. Si no aparecemos en ese tiempo, el coche se marchará.
El coche llega con las puertas bloqueadas. Para desbloquearlas hay que pulsar un botón en la app. Salen los tiradores y ya podemos acceder al habitáculo. Por pura inercia me subí al asiento trasero derecho. Supongo que aquí no hay ningún tipo de acuerdo tácito y podría haberme subido a cualquier otro.
Una vez dentro, la pantalla trasera de infoentretenimiento es la que nos permite controlar la climatización, la música o pulsar el botón para iniciar el viaje. Allá vamos.
El viaje fue una sinfonía de eficiencia. El coche se mueve con la precisión de un cirujano. No había temblores de manos cansadas, bostezos ni aspavientos a un rider, solo algoritmos diseñados para priorizar la seguridad entre el caos urbano.
Conducción suave, sensación de que nunca hará nada extraño ni forzado. El coche autónomo siempre transmite seguridad y respeto escrupuloso por cualquier señal de tráfico o límite de velocidad. Había visto al Autopilot de Tesla en acción, pero que el coche llegue a ti y circule contigo dentro sin que un humano esté siquiera mirando es otro nivel.
A Mark Twain se le suele atribuir la frase «no he vivido invierno más frío que un verano en San Francisco», y ni por esas dejé de sentir el aire acondicionado gélido en cualquier lugar al que entré. Solo el Waymo me dio una tregua dejándome poner el aire a nosecuántos grados Fahrenheit.
Una vez entrado en calor quise que sonara en el coche cierto himno regional, pero resulta que no podemos escoger canciones, ni siquiera desde nuestro móvil, sino solo un artista o un género. Bob Dylan fue suficiente.
Pese a la música, de repente el silencio pesó. Al contrario que en el Uber de camino a San Francisco, en ese Waymo no había historias de vida ni anécdotas de un conductor con acento extraño. Es el precio de esa perfección mecánica: la pérdida del factor humano, ese caos controlado que te regala aprendizajes inesperados.
Al llegar a las Painted Ladies salí del coche y dejé la puerta entreabierta para hacerle unas fotos, y de paso para ver qué ocurría. El Waymo empezó a protestar con pitidos electrónicos. Una vez hechas las fotos, fui un buen ciudadano y la cerré para que el coche pudiera marcharse.
Desde allí pedí otro Waymo con un trayecto un poco más complejo para hacer más giros. No caí en la cuenta de forzar una ruta por la mítica Lombard Street hasta que ya fue tarde. Culpa mía.
Desde dentro es curioso ver en las pantallas cómo sus cámaras, radares y sensores LiDAR recogen de forma muy precisa todo lo que ocurre alrededor del coche, incluso a distancias sorprendentemente largas. Por dónde va un peatón, dónde están el resto de coches… Nada muy nuevo a estas alturas, pero vitaminado en distancia gracias a los sensores extra que trae este coche.
Todo eso ayuda al sistema a tomar la mejor decisión posible en cada momento. Por ejemplo, en qué hueco aparcar cuando haya que hacerlo, o cuándo cambiar de carril. Todo lo hace de la misma forma: transmitiendo cautela, pero también decisión.
Hubo un episodio gracioso. Un ciclista llegó por la acera para cruzar el paso de peatones cuando aún era de noche. Lo hizo de forma abrupta y el coche dio un pequeño frenazo. El ciclista buscó a su enemigo con la mirada, pero en cuanto vio que el asiento estaba vacío se limitó a seguir su camino. Only in Silicon Valley.
Ni de noche ni de día, ni en las grandes calles rectas ni cuando había que hacer giros y cambios de carril, noté ningún tipo de imprecisión. La conducción de un Waymo es predecible, plana, precisa. Puede que en alguna situación límite haga falta asistencia (podemos recibirla pulsando un botón), pero es difícil pensar que esta conducción empeora la humana.
Al final del viaje me doy cuenta de que he sido testigo de un cambio inevitable. Un futuro donde la perfección mecánica reemplaza a la imperfección humana. Es un camino sin vuelta atrás, que no llegará sin controversias ni pérdidas, pero como todo progreso, llegará. Y nos acabaremos adaptando al silencio en el asfalto.
Imagen destacada | Xataka
En Xataka | Waymo tiene su sexta generación de robotaxis autónomos. Y tienen menos sensores que nunca