Cuando Pulgarcita descubrió el "deep learning": el impacto que ChatGPT está teniendo dentro de las aulas
En su tan corto como poético ensayo Pulgarcita, el filósofo Michel Serres comparaba al joven occidental del primer tercio del siglo XXI con San Dionisio.
Evangelizador de las Galias a mediados del siglo tercero de nuestra era, fue capturado y mandado a ejecutar en el mons Martyrium (actual Montmartre) de la todavía Lutecia (actual Paris). Cuenta la leyenda que sus verdugos, cansados de remontar tanto escalón para llegar a lo alto del monte, lo decapitaron a la mitad de la subida. Entonces el milagro se obró y el santo, no solo continuó caminando, sino que recogió su cabeza y la llevó bajo el brazo durante unos seis kilómetros, mientras recitaba salmos cristianos. Al final, entregó su cabeza a Casulla, una mujer piadosa, y murió al fin. En su honor se construyó en ese lugar la hermosa basílica de Saint-Dennis.
Serres dice que el adolescente actual, al que llama simpáticamente Pulgarcita por su grácil movimiento de pulgares sobre las pantallas táctiles, es como San Dionisio, porque no tiene la cabeza sobre los hombros, sino que la ha externalizado. El mecanismo en el que está nuestra memoria, nuestro conocimiento, nuestro trabajo, en definitiva, nuestro pensamiento, ya no es nuestra cabeza, es nuestro ordenador personal o nuestro teléfono inteligente. Esa es nuestra auténtica mente, y ya no está dentro sino fuera de nuestro cuerpo.
Si analizamos la historia de la tecnología, podemos entenderla como una historia de progresiva externalización de las facultades humanas. Cuando inventamos la palanca o la polea, externalizamos nuestra fuerza muscular, la transferimos a una máquina. Así ocurrió con la rueda, el fuego, la ganadería, la manufactura de la piedra y del metal… El homo faber delega tareas en herramientas y mecanismos, a cambio de poder y comodidad. Ya no necesito cansar mis piernas si domestico al caballo o invento la máquina de vapor, y tampoco necesito cansar tanto mis brazos si invento el pico, el martillo, la carretilla, el arado…
La historia se vuelve aún más interesante cuando comenzamos a externalizar nuestras facultades mentales. Con la llegada del papel externalizamos nuestra memoria. Ahora no hacía falta que el rapsoda memorizara toda la Odisea, ya que puede recurrir al papiro o al pergamino cuando lo precise. Gutenberg universalizó el libro, algo antes solo al alcance de unos pocos, y consiguió que los jóvenes europeos se pasaran las horas leyendo, a la vez que los boomers de esa época les criticaban: ¿Qué hacen los chavales todo el día sin levantar la cabeza, pegados a los papeles sin salir a fuera a que les dé el aire? ¡Yo a su edad tenía ya seis hijos, había participado en dos guerras y había matado a cuarenta infieles!
Después llegaron las computadoras. Al principio mastodónticas, fueron haciéndose más y más pequeñas hasta meterse dentro de nuestros teléfonos. Así, es un error llamarlos teléfonos cuando, claramente, son pequeños ordenadores entre cuyas funciones está la telefónica. De hecho, mucha gente apenas los usa para llamar. Los computadores, tal y como su nombre indica, se diseñaron inicialmente para computar, para ahorrarnos el engorroso trabajo de calcular, todavía muy tedioso y propenso a errores, a pesar de usar lápiz y papel.
Máquinas que «piensan de verdad»
Pero entonces, a un grupito de genios se les ocurrió que esas máquinas podían hacer algo más que calcular ¿Y si podemos hacer que piensen de verdad? ¿Y si conseguimos que comprendan, que argumenten, que aprendan a utilizar nuestro lenguaje y que usen su lógica? Ya decía Leibniz que el pensamiento no era más que un calculus ratiocinator. Y John McCarthy acuñó en 1950 el término «inteligencia artificial».
Sin embargo, la criatura les salió rana, y aunque se las prometían muy felices, hacer que las máquinas pensaran era algo muchísimo más complejo de lo que parecía. Entonces la inteligencia artificial pasó por varias épocas oscuras, por varios inviernos en los que solo se cancelaban proyectos y se retiraban presupuestos. Las máquinas jugaban muy bien al ajedrez, pero parecía que solo se les daba bien eso.
Entonces llegamos al siglo XXI y comienzan a fabricarse procesadores con unas capacidades de cómputo brutales (Cuando el lector escuche la expresión «operaciones de coma flotante» (o en inglés FLOPS) sabrá que está ante un monstruo capaz de calcular en microsegundos lo que a toda la humanidad junta nos costaría unos cuantos siglos). Unos ingenios matemáticos caídos en el olvido durante alguna década por falta de potencia, volvieron a estar de moda: serán las redes neuronales artificiales o, ahora dicho de modo más cool, el deep learning.
ChatGPT es lo que se conoce como un gran modelo de lenguaje, una enorme arquitectura de redes neuronales entrenada «leyendo» millones y millones de textos con el único objetivo de continuar una frase de texto (un prompt) con sentido. Es decir, ChatGPT, el más que celebérrimo programa estrella de la empresa OpenAI, valorada en bolsa en unos 150.000 millones de dólares… ¿es solo un software de autocompletar?
Así es, pero el caso es que autocompletar un texto puede significar terminar una novela, un artículo científico o una profunda reflexión filosófica; y el caso es que ChatGPT lo hace bastante bien y, todavía, aunque hay debate sobre esto, parece que tiene bastante margen de mejora, más después de lo que vimos a finales del año pasado con el modelo GPT o3.
Y entonces Pulgarcita conoció a ChatGPT. Al adolescente decapitado todavía le quedaba algo sobre sus hombros: las computadoras aún no realizaban demasiado bien muchas de las tareas cognitivas que se exigen para superar la educación secundaria o el bachillerato. A pesar de que el conocimiento en bruto ya estaba en Wikipedia, la mayor parte de los deberes tenía que hacerlos Pulgarcita: buscar la información, resumirla, responder cuestiones, rellenar huecos, unir con flechas, hacer una redacción, traducir del inglés, hacer el análisis sintáctico de una oración, resolver una ecuación, etc. El siniestro dueto formado por pedagogos y autoridades educativas lleva tiempo diciéndonos a los profes que de memoria ya no había que enseñar nada (¡valiente disparate!), pero que teníamos que enseñar habilidades (competencias las llaman).
El alumno podría acabar secundaria completamente analfabeto, pero no analfabeto funcional: el discente sabría hacer cosas, aunque no sabría qué son esas cosas porque no puede aprenderse sus nombres de memoria. En fin, los profes somos solo funcionarios públicos y no somos quienes para desafiar tanta sapiencia pedagógica, así que uno hace lo que le mandan.
Y en estas, la IA entra en las escuelas
Y entonces Pulgarcita se puso a usar ChatGPT. Una buena definición de este software es, sin paños calientes, la de un hacedor de deberes automático. Cualquiera de las tareas antes mencionadas, cualquiera de las competencias que un alumno debe adquirir a lo largo de su instrucción, ChatGPT las hace, además, mejor que él. De hecho, una forma que tengo para descubrir que lo han usado es, sencillamente, comprobar que el nivel de redacción del trabajo hecho con ChatGPT está a años luz del nivel que suele mostrar el alumno. Si bien, los más espabilados le indican que redacte el trabajo al nivel de un alumno mediocre, cometiendo errores ortográficos y gramaticales, aun así, suelo pillarles.
ChatGPT tiene un cierto estilo propio, un cierto sabor, una forma de escribir que siempre repite y que he aprendido a detectar. No obstante, si el alumno es lo suficientemente astuto y retoca el texto por sí mismo, aquí ya sí gana. Lo que pasa es que los estudiantes suelen ser tan vagos que no llegan a tomarse tanta molestia; y los que no son tan vagos, al final, hacen la tarea sin fraude.
Hay ya muchos grandes educadores que ven en ChatGPT una buena herramienta docente, y acusan a los que no son capaces de verlo de parecer viejos dinosaurios, de ser herederos de aquellos boomers que no veían provecho a los libros de Gutenberg. Si no sabes introducir a ChatGPT en tu aula quedarás anquilosado, tan obsoleto como un proyector de transparencias o una máquina de escribir.
A mí personalmente, las propuestas de uso pedagógico de ChatGPT que he visto hasta ahora me parecen insuficientes ¡Claro que se le puede dar uso! Todo docente un poco experimentado sabe sacarle partido hasta a un palo tirado en el suelo, ¿cómo no vamos a sacar partido a una herramienta tan poderosa como un gran modelo de lenguaje? La cuestión no es esa, sino si sus ventajas pueden paliar el enorme problema que es meter en clase un hacedor de deberes automático.
Voy a ilustrarlo con un ejemplo: llevamos una lima a una prisión. Es posible que uno de los innovadores funcionarios utilice esa lima para hacer un taller de escultura en el que los reos harán grandes progresos en su tarea de rehabilitación, desarrollando su talento artístico. Sin embargo, más tarde que temprano, si metes una lima en una prisión, habrá muchas fugas. Con ChatGPT pasa lo mismo.
Otro profe, sagaz compañero, me dijo que ya estaba pensando cómo usarlo a nuestro favor: utilizar la herramienta para que corrija trabajos y exámenes. Yo, desde luego, pagaría con gusto por una app que hiciera la tarea más ardua y repetitiva de mi trabajo. Y no parece muy difícil usar a ChatGPT para que lo haga. Prompt: busca en el examen que el alumno defina tal y cual concepto, que explique tal o cual teoría, que resuma tal o cual parágrafo, quita 0,25 por cada falta de ortografía, quita otro tanto por errores gramaticales, etc.
Probando y ajustando unas cuantas veces creo que podría funcionar muy bien. A lo mejor incluso era más objetivo y justo que yo poniendo las notas, al no estar sesgado por la simpatía o antipatía que siento hacia cada alumno. Desde luego, no podría quejarse de que le he suspendido por que le tengo manía.
Pero entonces podría darse algo maravilloso: alumnos haciendo trabajos con ChatGPT y profesores corrigiéndolos igual ¡Todo haciéndolo las máquinas! ¡El profesor tomando café toda la mañana y el alumnado fundiendo la Play 5! ¡El sueño keynesiano! ¡Todo el mundo sacando sobresalientes! ¡Y la ministra de educación dando saltos de alegría!
¿Soluciones?
A pesar de que todo el conocimiento humano está en Wikipedia, los discentes tienen que adquirirlo. No hacerlo sería como decir que, ya que los robots de Boston Dynamics corren y dan brincos muy bien, ya no hay que enseñar a los niños a andar. Los alumnos tienen que adquirir conocimientos y, aunque puedan adquirirlos jugando, bailando o haciendo tiktoks, tendrán que memorizarlos.
Y a pesar de que ChatGPT haga todas las tareas cognitivas, los alumnos deberán aprenderlas también. Memoria y competencia cognitiva son como la materia y la forma de Aristóteles: indivisibles. Pulgarcita deberá volver a ponerse la cabeza encima de sus hombros por mucho que todo lo que puede hacer con ella pueda externalizarse. Seguimos aprendiendo a montar en bicicleta a pesar de que tenemos trenes de alta velocidad, a nadar y a bucear a pesar de que tenemos submarinos nucleares, y seguimos disfrutando mucho jugando al ajedrez a pesar de que Alpha Zero anda ya a años luz del común de los mortales.
Bien, ¿y qué hacemos con el hacedor de deberes automático? Copiar se ha hecho de toda la vida, y los docentes llevamos luchando contra eso desde siempre. Ya van saliendo softwares capaces de detectar si algo está hecho con ChatGPT. La misma OpenAI sacó AI Text Classifier, que nos da una ponderación de la probabilidad de que un texto esté hecho con IA. Así, seguirá esta guerra entre polis y cacos: nuevos métodos para el fraude, nuevas herramientas para combatirlo. Y, en el fondo, nada nuevo bajo el sol.
Sencillamente, habrá que mandar menos tareas para casa y hacer más en el aula, y aumentar en número de controles o exámenes en los que el alumno no tendrá acceso a ninguna tecnología más que a su bolígrafo ¿Llevará todo esto a una regresión temporal, a una vuelta a antiguos métodos pedagógicos, a alejar a las pantallas de las clases? ¡Sí, por favor!
Los problemas más graves de la educación son más logísticos: tengo unos treinta y tantos alumnos en cada clase en la que imparto docencia (He llegado a tener cuarenta en segundo de bachillerato). Dada esa saturación, ya me es complicado corregir correctamente todas las tareas que mando. Muchas veces, no me queda otro remedio que solo registrar qué alumno ha hecho las tareas y quién no, sin supervisarlas adecuadamente. Así, ya me es difícil comprobar, no ya si el alumno ha usado ChatGPT, sino si, simplemente, ha copiado la tarea del compañero. Únicamente en el examen verifico sus conocimientos con mayor efectividad (y, curiosamente, a los ministros de educación y pedagogos, les gustan muy poco los exámenes, porque en ellos muchos alumnos suspenden y eso no puede ocurrir).
Dicho más claramente: los problemas de la educación no están en ChatGPT sino en un montón de lugares ya conocidos casi desde el albor de los tiempos. ChatGPT solo es uno más entre todos ellos pero, desde luego, no el más grave.
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Imagen | Taylor Flowe