Lisboa tiene un terremoto marcado a fuego en su historia: el de 1755, el desastre que destruyó la ciudad y cambió la ciencia
Los terremotos en Lisboa pueden ser más o menos intensos, tener mayor o menor alcance y desatar o no la alarma, pero desde mediados del siglo XVIII todos (sean fuertes, medianos o leves) tienen algo en común: además de agitar el suelo, remueven la memoria. Seísmo en la capital portuguesa es sinónimo de 1755. De desastre. De destrucción. De miles de muertos. Y también, a su modo, de regeneración.
Es así por una razón muy sencilla: en Lisboa es imposible que se agite el suelo sin que los lisboetas recuerden el drama que vivieron sus tataratatarabuelos (y quizás algún tátara más) el día de Todos los Santos de 1755, cuando en cuestión de unas horas la ciudad tembló, ardió y se hundió.
Literalmente.
El temblor registrado ayer por la tarde en el área metropolitana de Lisboa, de magnitud 4,7 y al que han sucedido hoy otros dos más leves, de 2,8 y 2,3, no son una excepción y (al igual que ya ocurrió con otro similar en agosto de magnitud 5,3) desempolvan el recuerdo de 1755.
Una mañana de noviembre…
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La historia del terremoto que arrasó Lisboa en 1755 se ha contado miles de veces y en casi todas las crónicas se resalta una circunstancia que sigue fascinando aún a día de hoy, 270 años después del desastre: su fecha. El suelo tembló la mañana del 1 de noviembre, día de Todos los Santos, con los devotos católicos rezando en los templos y gran cantidad de velas encendidas en honor de los difuntos. Quizás parezca una tontería, pero a la postre resultó un detalle clave.
Gracias a testimonios como el del reverendo inglés Charles Davy, quien recordaba aquella mañana otoñal previa al seísmo como la «más hermosa», sabemos que hacia las 9.30 h los lisboetas reunidos en los templos de la ciudad sintieron un estruendo. El ruido era tan intenso, tan estrepitoso, que Davy creyó que se trataba de una marcha de carruajes.
«Pronto me desengañé, descubrí que se debía a un tipo de ruido extraño y espantoso bajo tierra, parecido al estruendo lejano y hueco de un trueno», rememoraba el británico. Estaba en lo cierto. Aquel estruendo no lo causaban las ruedas y cascos de los caballos al avanzar sobre el empedrado de Lisboa, sino un seísmo que los investigadores aún estudian hoy. En julio de 2021, sin ir más lejos, Nature publicó un artículo que ahondaba en sus causas y origen tectónico.
Lo que ni Davy ni el resto de habitantes de Lisboa podía saber en 1755 es que la ciudad no sería sacudida por un único terremoto. Se sucedieron dos o tres temblores de los que el segundo fue, de lejos, el más intenso.
Hoy se calcula que alcanzó una magnitud de entre 8,5 y 9 en la escala Richter, casi el doble del que sacudió ayer la capital y superior al que azotó Marruecos en 2023. Desde el Institut de Ciènces del Mar aclaran de hecho que se considera «uno de los eventos naturales más destructivos de la historia de Europa».
Cayeron templos.
Cayeron palacios.
Cayeron edificios públicos.
Y cayeron casas.
Terremotos y algo más
1755 quizás quede muy atrás en el tiempo, pero los lisboetas de entonces reaccionaron a los temblores de la misma forma que lo haríamos hoy: buscaron refugio. Buena parte de los supervivientes del primer seísmo, sin importar sexo ni rango corrieron a la gran plaza abierta junto al río Tajo. Allí el señor Braddick, un comerciante inglés cuyo testimonio rescató hace años la BBC, se los encontró arremolinados.
Allí clamaban misericordia al cielo. Y allí los sorprendió la segunda sacudida del suelo, que como relata Braddick, «completó la ruina» de los edificios que ya habían quedado dañados. No hace falta imaginárselo. Una de las paradas obligadas para los turistas que visitan Lisboa es la arcada gótica desnuda de la iglesia del Convento do Carmo, una de las víctimas arquitectónicas de aquel aciago día.
Igual que si de un drama en tres actos se tratase, los terremotos que sacudieron los cimientos de Lisboa fueron solo el principio. El seísmo generó un maremoto con olas de entre seis y nueve metros(se dejó sentir también en Cádiz, dejando miles de víctimas) que descargó con violencia en la parte baja de la ciudad. En menos de una hora el agua se estrelló contra el paseo marítimo, donde sorprendió a no pocos lisboetas que habían buscado refugio en la ribera.
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Hay más aún. El desastre llegó acompañado de incendios que probablemente se vieron agravados por los fogones volcados y las velas votivas encendidas para los difuntos. Hace años el Instituto Geográfico Nacional publicó un monográfico en el que se apuntaba precisamente la devastación que generaron las llamas, que se prolongaron durante cinco o seis días.
«Apenas oscureció, toda la ciudad pareció resplandecer, con una luz tan brillante que se podía leer. Se podría decir sin exageración que había incendios en al menos cien lugares a la vez», relata el reverendo Davy, quien confirma que los fuegos se prolongaron casi una semana, «sin interrupción».
Una tragedia y un cambio
¿El resultado? Solo unos años después Voltaire apuntaba con tono crítico en su obra Cándido que el desastre se había llevado por delante «tres cuartes partes» de Lisboa. Otras fuentes van más allá y sugieren que los temblores, el maremoto y el fuego devastaron «casi por completo» la capital portuguesa y tumbaron alrededor de 12.000 viviendas.
El balance es en cualquier caso desolador, igual que el saldo de víctimas. En función de la fuente que se maneje se habla de 10.000 fallecidos, 30.000, 60.000 o incluso 90.000. Una barbaridad si se tiene en cuenta que por entonces Lisboa tendría entre 200.000 y 300.000 habitantes. Tal fue la debacle que se cuenta que Sebastião José de Carvalho e Melo, marqués de Pombal, aconsejó al rey José I ser pragmático: tocaba «rescatar a los vivos y enterrar a los muertos».
El desastre de 1755 no solo se dejó sentir en el balance de fallecidos, heridos, desaparecidos y edificios, plazas, caminos y templos desmoronados. A su modo el temblor se extendió a la cultural y la ciencia de la época, dando un impulso fundamental a la investigación de los terremotos.
«La incidencia social que tuvo el acontecimiento produjo un notable avance en el conocimiento y efectos de los terremotos y seguramente marcó el inicio de la sismología moderna», recoge el estudio publicado por el IGN, de Martínez Solares.
La tragedia sirvió de palanca también para la ingeniería antisísmica, que encontró un valioso laboratorio en la reconstrucción la capital. Los escombros se aprovecharon para nivelar el suelo, se trazaron calles más anchas, edificios de menor altura y se levantaron construcciones con una nueva mentalidad, pensando en futuros terremotos.
El marqués de Pombal aprovechó además la oportunidad para impulsar la mentalidad ilustrada que había adquirido durante sus estancias en Inglaterra y Austria, un enfoque que trasladó a la propia planificación y recuperación de Lisboa. Hoy se considera de hecho que la tragedia de 1755 sirvió, en cierta manera, para impulsar la modernización de Portugal.
Tal fue el alcance y relevancia de lo ocurrido que tuvo consecuencias más allá de la propia Portugal. Sobre el tema llegaron a escribir (y discutir airadamente) grandes mentes ilustradas, como Kant, Voltaire o Jean Jacques Rousseau.
Un seísmo demoledor que destrozó Lisboa, dio alas a una nueva ciencia y removió la Ilustración en Portugal y Europa.
Un seísmo en el que desde entonces se miran el resto de temblores que, como el de ayer, sacuden la capital lusa.
Imágenes | Wikipedia 1 y 2 y Allie Caulfield (Flickr)