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En Singapur, el lujo no es tener un Ferrari o un Lamborghini. El verdadero lujo es simplemente conducir

Singapur, esa pequeña ciudad/país-estado entre Malasia e Indonesia donde apenas superan los cinco millones de habitantes, es un lugar de contrastes. Mientras el enclave tiene un alto grado de control gubernamental y ciertas prácticas que pueden calificarse como represivas, por el otro se abraza a las nuevas tecnologías hasta el punto de ser un referente mundial en el ámbito público hacia la IA. Allí, tener un coche no es una necesidad práctica, es una declaración de estatus.

Conducir en Singapur. La historia la contaba esta semana el New York Times. En Singapur, poseer un coche no es algo práctico, es más bien una declaración comparable a vestir un traje de diseñador o lucir un reloj de lujo. ¿La razón? El sistema de certificados de propiedad (introducido en 1990 para controlar la congestión y la contaminación) impone a los ciudadanos el pago de sumas astronómicas solo por el derecho a comprar un vehículo.

Estos certificados, conocidos como certificates of entitlement (COE), pueden alcanzar hasta 84.000 dólares, elevando el precio total de automóviles comunes a cifras desorbitadas más propias de un superdeportivo. Como le contaba al diario el agente de seguros Andre Lee, que en 2020 pagó 24.000 dólares por un Kia Forte de segunda mano, tener un coche era simplemente parte de su imagen profesional, aunque luego reconoció que el gasto no se justificaba y optó por venderlo.

Un lujo innecesario. También se explica por otro lado. Con una red de transporte público asequible y eficaz, pocos residentes necesitan realmente un coche para moverse por la ciudad. Los trayectos largos cuestan menos de dos dólares y las apps de transporte como Grab están ampliamente disponibles. Pese a ello, dos veces al mes se celebran subastas de COE, con cupos limitados fijados por el gobierno.

Esta política ha resultado muy efectiva: Singapur cuenta con apenas 11 coches por cada 100 habitantes, muy por debajo de países como Estados Unidos o Italia, donde la cifra supera los 75. Otras urbes han adoptado por medidas contra la congestión, como peajes urbanos en Londres, Estocolmo o Nueva York, pero ninguna cobra tanto por poseer un coche como Singapur.

El coche y las clases sociales. Para los más ricos del país, adquirir un vehículo con todos los costes asociados no representa un problema. Su-Sanne Ching, empresaria, contaba que pagó 150.000 dólares por un Mercedes-Benz, incluyendo un COE de 60.000 dólares. En cambio, para la clase media, especialmente familias con hijos, el auto se convierte en un lujo difícil de sostener. Joy Fang y su esposo le contaron al Times que compraron en 2022 un Hyundai Avante usado por 58.000 dólares para llevar a sus dos hijos.

Cada mes destinan más del 10% de su presupuesto familiar a mantener el vehículo, lo que les ha obligado a reducir salidas y viajes. Aun así, consideran que la alternativa (moverse con niños pequeños y bolsas en transporte público) resulta inviable.

A veces ni el simbolismo. Hay casos más extremos. Incluso para quienes adquieren un coche por razones simbólicas o profesionales, como Andre Lee, los gastos acumulativos pueden hacer que la decisión pierda sentido. Mantenimiento, gasolina, estacionamiento y seguros acaban superando las expectativas iniciales.

Lee, por ejemplo, vendió su coche tres años después de comprarlo y ahora se desplaza en transporte público, o toma prestado el vehículo de su padre cuando necesita reunirse con clientes. A su juicio, hay otras prioridades que terminaron por pesar más que la imagen que proyectaba tener coche propio.

Elección racional frente al caos. El modelo restrictivo de Singapur contrasta con el de otras ciudades del sudeste asiático como Yakarta o Bangkok, donde el tráfico extremo convierte los desplazamientos en una odisea. Para muchos singapurenses, renunciar al coche personal es un precio razonable por disfrutar de calles más despejadas y trayectos rápidos. A este respecto y según el sociólogo Chua Beng Huat, la elección es cultural y práctica: la población prefiere evitar las largas horas al volante. Él hombre mismo, pese a poseer un SUV BYD para mover a sus nietos, dice recurrir al metro cuando va al centro.

En última instancia, el coche en Singapur parece haberse convertido en un bien aspiracional más que funcional, uno reservado para quienes pueden permitírselo sin comprometer su economía. A diferencia de otras partes del mundo donde el vehículo representa una necesidad casi imperiosa de movilidad o independencia, en la isla-estado es, para muchos, un lujo que se compara con los objetos más ostentosos. 

Allí conducir es como tener un Rolex, o casi.

Imagen | William Cho

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