Tras siglos buscando un tratamiento para la disfunción eréctil, este médico tuvo una idea: transplantar testículos de cabra
Dos semanas después de que John R. Brinkley llegara a Milford (Kansas), un granjero llegó a la consulta y le pidió que le ayudara con sus problemas de virilidad.
Brinkley le explicó que no había tratamiento para su problema y, justo antes de despacharlo, bromeó con que como no quiera que le pusiera los testículos de una cabra, no había muchas más opciones.
El granjero le miró y le dijo «¿por qué no?».
¿Qué hace un médico como tú en un pueblo como este?
Brinkley no era un genio de la medicina, ni siquiera era alguien muy versado en la materia. Su única experiencia demostrable eran unos años vendiendo remedios de pueblo en pueblo, un par de años como médico en una empacadora de carne y dos meses en una clínica de Carolina del Sur de la que salió arrestado por pagar con cheques falsos y ejercer sin licencia.
Aprovechó la cárcel para conocer a gente que pudiera «facilitarle» una, de hecho.
Pero pronto descubrió que, con su historial, no le servía de mucho. La buena gente de Milford, un diminuto pueblo de 200 habitantes en el norte del condado de Geary, tampoco podía ponerse exquisita: necesitaban un médico y lo necesitaban rápido, así que no hicieron más preguntas.
Brinkley abrió una clínica, pagó buenos sueldos a sus empleados y realizó una labor encomiable cuidando de los pacientes de la gripe española. Fue entonces, bajo ese aura de respetabilidad y éxito, que recordó el comentario del granjero. «¿Por qué no?».
La industria de los testículos de cabra
Aquí las versiones difieren. Según la biografía que mandó escribir Brinkley, el paciente rogó al médico que le hiciera la operación y, de hecho, le pagó 150 dólares de aquella época para ello. Según el hijo del paciente declaró en el Kansas City Star, el que habría pagado («una buena cantidad«) era Brinkley.
Sea como sea, parece que la operación tuvo lugar en secreto (de noche y sin mayor publicidad). No sólo eso: según la historia, la operación fue un éxito, el granjero recuperó el vigor sexual y, un mes después, llevó a su mujer a que le transplantaran un ovario de cabra. De ahí, atención al dato, nacería un niño.
¿Es verdad? No tiene pinta, pero poco importa: la historia corrió como la pólvora y, en muy poco tiempo, Brinkley había construido todo un emporio empresarial a 750 dólares la operación.
Por lo que sabemos, se limitaba a introducir las gónadas de cabra en el saco testicular o en el abdomen (en el caso de los «transplantes de ovarios»). De ahí que no pueda extrañarnos que muchos de sus pacientes sufrieran infecciones graves y «un número indeterminado» muriera. Fue denunciado por ‘homicidio doloso’ más de una docena de veces en la década de los 30.
Tampoco importó: en los años siguientes, Brinkley se convirtió en un asiduo de la prensa y la técnica empezó a promocionarse como la cura de hasta 27 enfermedades. Había nacido una estrella.
El médico de América
De hecho, rápidamente se hizo famoso en California y, según recogen algunos testimonios, Milford recibió visitas de varias estrellas de renombre. Aunque, sinceramente, las agresivas estrategias de marketing de Brinkley (que llegó a crear una emisora de radio con este fin) hacen todo un poco incierto.
Lo que sí sabemos es que la fortuna de Brinkley no dejó de crecer y, en muy poco tiempo, en una figura médica de alcance nacional. No era para menos: «Hoy puedo anunciarle al mundo, sin andarme con rodeos, que se ha encontrado el método correcto, que estoy trasplantando diariamente glándulas animales en cuerpos humanos, y que estas glándulas trasplantadas continúan funcionando como tejido vivo en el cuerpo humano, revitalizando… la glándula humana», explicaba el mismo personaje en un libro de 1922.
A la clínica (o clínicas) se le sumó rápidamente una red de farmacias que servía los remedios que Brinkley promocionaba en sus dos programas diarios de radio. Estaba en la cima del mundo y, entonces, empezaron los problemas.
Los medios empezaron a denunciar su extraño currículum médico y los casos insatisfechos emergieron a la superficie. California llegó a pedir que lo arrestaran, peor Kansas se negó a hacerlo (y mucho menos a «extraditarlo»). En su estado de adopción estaban convencidos que estaba siendo víctima de un complot.
Tanto es así que se presentó al cargo de Gobernador y «ganó». El problema era que, al haberse sumado a la carrera electoral en el último momento, su nombre no estaba en las papeletas y los que quisieran votarle debía escribir su nombre correctamente. Unos 50.000 votos fueron considerados nulos por faltas de ortografía.
Todo empezó a complicarse y en 1941, sumido en juicios y problemas, se declaró en quiebra. Un año después, casi en la indigencia y con una pierna menos por problemas de circulación, murió. Tenía 56 años y bajo su bizarra historia de glándulas de cabra hay un adelantado a su tiempo: un hombre que encontró y destrozo los límites entre los medios y la medicina. No sería el último en hacerlo.
Imagen | Lamna The Shark | Sydney B. Flower
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