Tengo una relación razonablemente saludable con mi móvil. No uso Instagram ni TikTok, así que ya están cortadas esas dos máquinas perfectas de chuparnos el tiempo. Sí uso redes basadas en texto, también YouTube, pero de una forma, como digo, bastante razonable. Al menos teniendo en cuenta cómo está el patio.
Las notificaciones hace tiempo que las cercené para reducirlas casi al mínimo necesario. Sin embargo, hace unas semanas decidí dar otro paso: cortar el acto reflejo de consultar el móvil. Ese echar la mano hacia el bolsillo a la primera de cambio, como el que se fuma un cigarro en cuanto encuentra una excusa. No quería eso, quería mejorar la concentración y reducir ese impulso instintivo.
La revelación ocurrió una tarde esperando el ascensor. De forma mecánica, saqué el móvil y lo desbloqueé. No tenía ninguna notificación pendiente, debía haberlo revisado tres minutos antes. ¿Por qué lo había sacado entonces? Era un gesto automático, como el de ajustarse las gafas o jugar con las llaves. Pero era uno que quería cortar.
En lo que tardé en bajar al rellano pensé en que iba a intentar ser plenamente consciente de cada momento en que sacara el teléfono sin un propósito real. Y así fui coleccionando escenarios: esperando al ascensor, en la cola del supermercado, mientras se calienta la sartén… No es una adicción ni ansiedad, sino simple inercia. Un hábito inconsciente por llenar cada hueco de tiempo.
El problema no era el tiempo total de uso. Seguro que podría mejorarlo, pero no era nada problemático. Era esa tendencia a interrumpir cualquier momento de pausa o espera con una consulta rápida a X, o al correo, o a mis webs de referencia. Y si el contexto acompañaba, a YouTube.
Cada micropausa se ha convertido durante años en una oportunidad para el scroll.
La solución ha acabado siendo simple: dejar que los tiempos muertos sean realmente muertos, que no pasa nada por ello, y solo usar el móvil con propósitos concretos. No está de más dejar esos espacios vacíos para pensar. Las colas del supermercado sin necesidad de distracción digital. Ver más el mundo y menos la pantalla.
Al principio fue extraño y me acordaba mucho de aquella heroicidad de The Verge: entre 2012 y 2013, el redactor Paul Miller se pasó un año sin Internet, ni en el móvil ni en el ordenador. Hacerlo hoy día sería algo aún más radical, casi un acto de marginación social voluntaria. Renunciar a sacar el móvil a la mínima ocasión es algo muy inferior a aquello, si acaso un ejercicio de higiene digital básica, pero ya es lo suficientemente chocante.
Por supuesto que a veces me sorprendí con la mano yendo hacia el bolsillo. Pura inercia. Gradualmente, el impulso empezó a diluirse. El aburrimiento productivo en realidad tiene un valor. Dejar que la mente divague sin el bombardeo constante de estímulos.
Ahora mi relación con el móvil es más saludable. Lo consulto cuando quiero algo, no como un tic. Los tiempos muertos vuelven a tener su función original: ser espacios para pensar, observar o no hacer nada.
No se trata de demonizar la tecnología que en última instancia me da de comer, ni de añorar una época pre-smartphone que muy poca gente estaría dispuesta a firmar. Es más simple: recuperar el control consciente sobre cuándo y por qué sacamos el móvil del bolsillo.
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